Dábamos envidia
cuando andábamos sin ropa por la orilla,
y a nosotros se acercaba el mar
que en bronce nos bañaba.
Los destellos ya de un sol envejecido
apagaban las miradas, que acudían
desde lejos a espiarnos.
Y nosotros empezábamos a hablar,
a deleitarnos con el tacto caprichoso
de las olas.
Esperábamos sumisos a la luna,
amiga eterna y silenciosa
que alumbraba tus mejillas
en la noche.
Desvelando que no duerme el sol,
sino que tú lo acaparabas.
Llameando tras tus ojos
y abrasándome en tus manos.
Esas que más tarde supliqué,
a las que pedí luchar para rendirme,
convirtiéndome en esclavo.
lunes, 5 de febrero de 2007
Postal nunca enviada
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