El Gato Negro

Algunas noches cuando bajo a por mi té o el café que me mantiene más nervioso que despierto, me cruzo con un gato negro. Ha hecho de parte del restaurante y la cocina su guarida. Quizá encuentre con qué alimentarse en las horas nocturnas en las que yo apenas puedo dar con unas galletas frías y precintadas, pero él tiene habilidad o simplemente el instinto de no haberse acomodado en unas costumbres que debilitan a los humanos como especie.

A veces ha salido justo de debajo del mueble donde yo buscaba mi bolsa de té, otras lo he visto huyéndome, recorriendo el restaurante hasta desaparecer, como por arte de magia, en una sala donde no hay huecos ni escondrijos...

Hace unas horas, entré en la zona de personal, eché una moneda a la máquina de café y miré hacia la entrada porque tenía esa extraña sensación de cuando nos observan. Y allí estaba él. Tranquilo, con sus ojos amarillos y un negro que se había esmerado en asear. Mirándome.

Me puse en cuclillas y le hablé, creyendo que quizá pudiese prestarme un poco de atención. No se movía. Mi presencia le retenía allí. Permanecía inmovil. No parecía asustado porque ni se inmutaba con mis gestos, siempre amables. Volví a ponerme en pie. Saqué el café de la máquina y me dirigí a la puerta para volver al despacho. El gato salió tranquilamente, dispuesto a recorrer el largo pasillo. Sin embargo, cuando miré en la dirección en que había marchado, ya no estaba.

Su capacidad para esfumarse, su sigilo... la indiferencia con la que consigue mirarte, su desvinculación del mundo! su buscada soledad... ¿No os gustaría poder ser un gato? Uno negro, al que alguien pusiese un nombre y mimase, cuidase como su mayor tesoro, y la única respuesta que tuviesemos que dar fuese un maullido, o una mirada complaciente, falsa...