viernes, 9 de marzo de 2007

Abandono (o capítulo octavo de Alexandre)

Alexandre... ¿quien es? ¿qué es esto del capítulo octavo? Lo que empezó siendo un poema más, con este personaje que simbolizaba mi "yo" escritor, acabó convirtiéndose en una especie de saga... Este poema concluye el Libro Primero de Alexandre y es el fin de una etapa. Muy apropiado para este momento, aunque lleve años escrito. Y qué es la vida, sino una sucesión de situaciones que tarde o temprano se acaban repitiendo...



Aún un tanto resentido,

su brillante labio roto

y los ojos expresando odio.

Alexandre se decide.

No guiado por ese dolor

ni por la incomprensión

que le causa tanta indiferencia,

tanta pasividad del hombre.

Si no por comprobar, buscar

al menos algo de humano

en la humanidad.

Abre arcones de ropa,

se pone un ancho y verde

pantalón. Camisetas negras,

camisetas blancas, cinturón.

Un chubasquero azul marino

y turquesa. Y de un cordón

cuelga sus tijeras

y pasa este alrededor de su cuello.

Y en la mochila papeles, libros

y colgando de otro cordón,

una grabadora.

Y en su mochila cintas, cintas,

y tizas de colores

y un poco más de ropa.

Alexandre, alejado de temores,

ansioso de alcanzar conocimientos

y profundo desconocedor

de la vida tras los muros.

Revisando una a una

las estancias de la casa,

organiza apuntes y libros

que lo esperarán inquietos.

Y al pasar por la cocina,

busca un termo, hierve

en un cazo, dos litros de agua

mientras de un armario

saca una bolsa con infusión.

Alexandre, sentado en una silla,

sus manos unidas entre

sus rodillas, y la mirada fija

en el cazo con el agua.

La cocina blanca, grande, iluminada.

El líquido burbujea y salta

y el filtro del termo ya está

cargado de té,

y la bolsa con el resto en la mochila,

de la que cuelga ahora

el envase bien cerrado, y una taza

beig lacada, con el borde azul.

En la calle aún

el cielo está nublado.

Y el viento silba palabras, nombres,

que escriben nuestra historia,

y hace balancearse a los cipreses.

Alexandre vuelve a su habitación

y se pone al fin los zapatos.

Nuevos, sin usar. Marrones

con líneas grises a los lados.

Aprieta sus cordones.

Por último, de su mesilla

toma un crucifijo de plata

pequeño, en una cadena

que se pone alrededor del cuello,

por eso que dicen

que no es bueno viajar solo.

Se cuelga su mochila de los hombros y parte.

Las habitaciones abandonadas

de ilusiones, cargadas de luz.

La sala de baños ruidosa,

el agua aún manchada de sangre

y el camisón olvidado, roto

sobre el granito rojo.

La chimenea apagada

pero el salón cálido

y el jardín interior, jardín de invierno,

tentador y frío, siendo atacado

de nuevo por la lluvia.

Y el sonido del tic tac en el tejado.

Alexandre cubre su negro,

corto pelo, con la capucha

azul del chubasquero.

Se dirige hacia la entrada,

ahora salida, de la casa.

Y tras enormes esfuerzos

logra abrir la pesada hoja.

El majestuoso camino de piedra

rodeado de césped y cipreses.

El amplio cielo, amplio.

La fina llovizna.

Alexandre cierra la puerta,

quedando esta ahora a sus espaldas

mientras avanza, vuela,

y deja que el agua que cae del cielo,

se confunda con sus lágrimas.

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