Aún un tanto resentido,
su brillante labio roto
y los ojos expresando odio.
Alexandre se decide.
No guiado por ese dolor
ni por la incomprensión
que le causa tanta indiferencia,
tanta pasividad del hombre.
Si no por comprobar, buscar
al menos algo de humano
en la humanidad.
Abre arcones de ropa,
se pone un ancho y verde
pantalón. Camisetas negras,
camisetas blancas, cinturón.
Un chubasquero azul marino
y turquesa. Y de un cordón
cuelga sus tijeras
y pasa este alrededor de su cuello.
Y en la mochila papeles, libros
y colgando de otro cordón,
una grabadora.
Y en su mochila cintas, cintas,
y tizas de colores
y un poco más de ropa.
Alexandre, alejado de temores,
ansioso de alcanzar conocimientos
y profundo desconocedor
de la vida tras los muros.
Revisando una a una
las estancias de la casa,
organiza apuntes y libros
que lo esperarán inquietos.
Y al pasar por la cocina,
busca un termo, hierve
en un cazo, dos litros de agua
mientras de un armario
saca una bolsa con infusión.
Alexandre, sentado en una silla,
sus manos unidas entre
sus rodillas, y la mirada fija
en el cazo con el agua.
La cocina blanca, grande, iluminada.
El líquido burbujea y salta
y el filtro del termo ya está
cargado de té,
y la bolsa con el resto en la mochila,
de la que cuelga ahora
el envase bien cerrado, y una taza
beig lacada, con el borde azul.
En la calle aún
el cielo está nublado.
Y el viento silba palabras, nombres,
que escriben nuestra historia,
y hace balancearse a los cipreses.
Alexandre vuelve a su habitación
y se pone al fin los zapatos.
Nuevos, sin usar. Marrones
con líneas grises a los lados.
Aprieta sus cordones.
Por último, de su mesilla
toma un crucifijo de plata
pequeño, en una cadena
que se pone alrededor del cuello,
por eso que dicen
que no es bueno viajar solo.
Se cuelga su mochila de los hombros y parte.
Las habitaciones abandonadas
de ilusiones, cargadas de luz.
La sala de baños ruidosa,
el agua aún manchada de sangre
y el camisón olvidado, roto
sobre el granito rojo.
La chimenea apagada
pero el salón cálido
y el jardín interior, jardín de invierno,
tentador y frío, siendo atacado
de nuevo por la lluvia.
Y el sonido del tic tac en el tejado.
Alexandre cubre su negro,
corto pelo, con la capucha
azul del chubasquero.
Se dirige hacia la entrada,
ahora salida, de la casa.
Y tras enormes esfuerzos
logra abrir la pesada hoja.
El majestuoso camino de piedra
rodeado de césped y cipreses.
El amplio cielo, amplio.
La fina llovizna.
Alexandre cierra la puerta,
quedando esta ahora a sus espaldas
mientras avanza, vuela,
y deja que el agua que cae del cielo,
se confunda con sus lágrimas.
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